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La siempre intrincada relación entre la verdad y un cierto toque de embuste se resumen en cualquier intento de biografía sobre Robert Leroy Johnson. El genial –y maldito, según las malas lenguas- bluesman nacido un 8 de mayo de 1911 en Hazlehurst, Mississippi, aún no descansa en paz. Por buenas razones y también por las otras.
Surgido de un árbol genealógico bastante nebuloso, en gran medida la leyenda construída en torno al luego denominado “abuelo del rock and roll” está fundada en que Robert surgió como un músico aficionado bastante mediocre, según recuerdan los lugareños de Robinsonville (poblado al que luego se mudó su familia). Pero entre uno que otro abucheo –suministrado por sus pifiadas- de los parroquianos que le servían de audiencia, Johnson decidió emigrar hacia otras latitudes.
Esta ausencia, de la cual el propio músico se valdría, fundamentó la presunción que RJ habría pactado con Belcebú. Un acuerdo alumbrado en un cruce de caminos vecinales del que este personaje mefistofélico pasó a buscarlo, lo adiestró en los secretos del blues y lo instruyó respecto a entonación e histrionismo.
El hecho fue que a su regreso, el buen Robert deslumbraba con su técnica en la guitarra que con los años haría escuela entre los músicos [NdR: quienes tal vez esperaban infructuosamente en un cruce de rutas] del rock and roll, el blues y el hard rock. Fue un año y medio en el que, rehén o alumno del nombrado personaje, Johnson además logró que aquellas desafinadas vocalizaciones gallináceas que cosechaban reprobación mutasen a aplausos y expresiones de admiración. 
En particular, las tres cuerdas superiores de la guitarra pulsadas con el pulgar, en compases de 4/4 sobre los cuáles el morocho generaba contorsiones de envidia en músicos rivales [NdR: el blues, como luego el rock, incluía una especie de desafío entre los artistas que por momentos se asemejaba al de las riñas callejeras]. Al igual que el uso del slide con lo que ahondaba en las notas emparentadas con los lamentos de los esclavos, del cual Johnson era nieto. 
De 1936 a 1937, Robert llegó a registrar unas 29 canciones (la N° 30 es sobre la que descansa la hipótesis del filme “Encrucijada” de 1986), cuya potencia impulsaría movimientos estético-musicales desde la primera mitad del siglo XX hasta la actualidad. La serie creativa se cortó porque Johnson fallecería en agosto de 1938, a los 27 años de edad. A lo mejor, inaugurando aquella tradición maldita de las estrellas del G-27.
Años más tarde, los Rolling Stones, los Allman Brothers, Neil Young, Bob Dylan, Jimi Hendrix, Led Zeppelin, Eric Clapton, Jeff Beck, Nick Cave, Slash y más recientemente los White Stripse, se anotarían como alumnos en la academia imaginaria de Johnson. La anécdota más loca sobre su muerte fue que su progenitor musical emergió de las aguas del Mississippi, informándole que había algún impago en aquel viejo convenio.
Sin embargo, no todo acabaría ahí. En los días que corren, existen tres lugares fúnebres en los que a Johnson le rinden culto: una tumba en el cementerio Payne Chapel (cerca de Quito, Mississippi), otra en la iglesia Little Zion (Greenwood), y otra en la iglesia bautista de Monte Zion (también en Greenwood). Como para no errarle.
NdR, 8 de mayo de 2022.